miércoles, 14 de diciembre de 2011

DESPEDIDA (Cuento)


Cuando hubo transcurrido suficiente tiempo sin novedades, me di cuenta de que me habían abandonado: Demasiado silencio, demasiadas cosas en su lugar…demasiada quietud.

Al fin y al cabo no soy más que un viejo. A nadie le sorprende que se abandone a un viejo, tal vez por eso nadie se preocupó ni hizo nada.

En las noches solía entretenerme y divagar contemplando las luces de la bahía y comparándolas con las de todos los puertos del mundo que visité en la vida: Amsterdam, Singapur, San Francisco, Hong-Kong. Valparaíso tenía algo de todos ellos y nada al mismo tiempo. A veces las luces en los cerros me evocaban extraños universos invertidos llenos de soles y constelaciones, otras veces… era sólo un puerto más, uno de tantos.

Pero cuando me percaté de mi abandono, por una extraña intuición, también llegué a la conclusión de que el fin estaba cerca. Yo presentí el fin, siempre se presiente el fin. (Y que lo nieguen todos aquelos que ya dejaron este mundo).

Como buen veterano de los siete mares decidí que si tenía que irme no podía hacerlo como uno más: “La última noche que estaré conmigo será una fiesta”, pensé, y el cielo comenzó a nublarse. Una brisa tibia del norte comenzó a soplar y al terminar el día comenzaron a caer las primeras gotas.

La borrachera fue atroz. Todo se movía mi alrededor, algunos amigos se unieron a la fiesta, la gente se arrancaba de nosotros. Un concierto de truenos, relámpagos, lluvia y las olas reventando contra los roqueríos acompañaban nuestra danza sin fin.

Las viejas, ante semejante acabo de mundo, se persignaban y apretaban sus rosarios contra el pecho cuando veían que nos aproximábamos.

¡¡Así se muere, mierdas!!, gritaba y reía ya fuera de mí, mientras bailaba una polka con las olas en mi loco y dulce carnaval de despedida dando vueltas, vueltas y más vueltas.

El cielo se hizo un remolino y cuando ya no pude más, me dejé caer pesadamente sobre la orilla de la playa, junto al muelle de los pescadores a esperar el fin.

Pero el fin no llegó, sino el sol, mostrándome en todo su esplendor los destrozos de la noche anterior.

Me puse furioso, quise llorar pero no tuve fuerzas. Me di cuenta que lo que quedaba no era ya la vida, sino una lenta agonía de arena, sal y cangrejos. Además, me contrariaba la idea cierta de que en cualquier momento llegaría algún idiota a reclamarme el pago de los daños. Estaba demasiado cansado: de la borrachera, de la vida, de los burócratas imbéciles de mi país y de los burócratas imbéciles de este país. Consideré que ya tenía suficientemente ganado el derecho al descanso, por esa razón decidí no moverme más. ¿Era tan raro eso? ¿acaso era mucho pedir?... ¿qué uno no puede querer morirse de una vez por todas y así aliviarle dolores de cabeza y gastos inútiles al resto de los vivos?.

El hecho es que no me moví….y me convertí en un espectáculo morboso. La gente se arremolinaba en las calles y los cerros para verme. Los niños se acercaban a mí, me tocaban y salían arrancando, como si yo fuera a hacerles algo. Otros se sacaban fotos y vendían recuerdos, epitafios de juguete.

Durante varios días, hasta las autoridades intentaron persuadirme de que terminara con la parafernalia (como si fuera culpa mía... yo sólo quería descansar en paz). Sin embargo, no fue eso lo que me hizo decidir a hacer un último esfuerzo, sino que el hecho de pudrirme lentamente al sol mientras los turistas me tomaban fotos y los comerciantes se llenaban los bolsillos a costa de un privilegio que era mío y solamente mío porque ninguno de ellos se lo había ganado, no era precisamente mi idea de una muerte digna.

Algunos amigos vinieron a buscarme. Con su ayuda y mis últimas fuerzas comencé a moverme lentamente mientras me vitoreaban y hacían ronda a mi alrededor.

Comencé a avanzar pesadamente, flanqueado por mis camaradas que cantaban alegremente y sus voces me parecían sirenas cuyo canto me guiaría definitivamente al descanso merecido en el lecho marino.

Perdí la noción del tiempo, tal vez porque cuando uno sabe que el final está cerca, el tiempo pierde toda relevancia. Mientras avanzaba recordé cada pasaje de mi vida, desde mi ya lejano nacimiento en un -aún más lejano- puerto del Báltico, mi paso por Liberia y por puertos de los cuales ya ni el nombre recuerdo…hasta llegar hasta aquí, a Valparaíso, el lugar de mi última morada.

“Aquí”…dije con voz cansada, y me detuve. Miré a mi alrededor por última vez. Pensé que ahora sí, que esta vez sí era la definitiva… que no hay mayor orgullo para un barco que terminar sus días sumergiéndose para siempre en las aguas que fueron su razón de ser y desintegrarse lentamente en un lecho arenoso a 2000 metros de profundidad con toda la eternidad para reír y conversar con los peces y las ondinas acerca de mis peripecias por los mares del mundo.

Comencé a hundirme lenta y majestuosamente. El último recuerdo que tengo de la superficie son las sirenas de los otros barcos que me acompañaron (mis amigos de siempre) sonando como un triste y estridente letanía, con resignación y, por qué no decirlo, envidia . Porque ahora ya no hay olvido ni abandono, sólo el silencio, la oscuridad y la quietud que merezco: Ahora estoy en paz.

Dedicado al recuerdo del mercante “Avon”, varado en Valparaíso frente a la Caleta Portales en el invierno del 2000 después de un temporal.

jueves, 20 de enero de 2011

MARIDO O AMANTE?

Recuerdo cierta anécdota: habíamos llegado yo y ella a la furtiva cabaña que cobijaba nuestros encuentros. Mientras nos acomodábamos divisé un pequeño televisor y dije -en tono de broma mientras miraba el aparato- “¿irán a transmitir el partido?...” Ella se volteó y me dijo “Oye! Compórtate como un amante y no como un marido!”

Esto no es casualidad, no es gratuito y no es una broma inocente. ¿Cuál es la diferencia entre ser amante y ser marido?. No existe una estadística que nos diga cuántos amantes y cuantos maridos hay en el mundo, pero lo cierto es que la institución del amante está lejos de extinguirse; mas bien crece y se extiende día a día por lo cual me atrevería a decir que hoy en día hay tantos amantes como maridos…al menos.

Pero, ¿Dónde está la diferencia entre ser amante y marido? Yo creo que está en la manera de amar, en la manera de relacionarse. El amante no siente esa satisfacción del “deber cumplido” y no se sienta en un sillón a echar panza mirando la tele mientras los críos revolotean por la casa. Para mantenerse amante hay que mantenerse alerta, ser amante significa cada vez una forma distinta de seducción, el amante busca y necesita siempre sorprender y está dispuesto a superar todo tipo de dificultades. El marido puede estar cansado o no tener tiempo para su esposa pero para su amante se busca el tiempo a la hora de colación o está dispuesto a despertarse más temprano o dormirse más tarde.

El amante no habla mucho de problemas, mas bien se ocupa rápidamente de los problemas porque lo importante es generar el encuentro. Con el amante nunca hay grandes proyectos en conjunto que no sean el próximo encuentro, la próxima luna de miel (porque con un amante todas las lunas son lunas de miel). Por lo mismo, con un amante siempre hay espacio para las individualidades. Un amante no pide explicaciones y tampoco las da. Cuando comienzan las explicaciones es porque el amante ha empezado a morir...o a transformarse en marido.

El amante siempre se baña, se perfuma, se preocupa por seducir con su imagen, con su actitud, con sus palabras.

Soy de los que creen que el matrimonio es una institución obsoleta y extemporánea que resulta incompatible con la vida moderna sobre todo por el lugar que ha ido alcanzando la mujer en la sociedad: la mayor independencia y autonomía de ellas no calza en el molde patriarcal del matrimonio tradicional.

Hay que ser amante entonces. Hay que vivir el amor como un amante.

Un marido es un amante que se dejó atrapar por el peso de la rutina.

Un marido es o será un toro castrado….y con así unos cachos!!